El consumo de pornografía impresa y audiovisual es una de las características que comparten las comunidades gay masculinas, cualquiera que sea el país de pertenencia. Basta con entrar, por ejemplo, en una librería especializada en cuestiones LGBTTTI, en París, Madrid o México, para darse cuenta del hecho. Siempre se encuentran una o varias estanterías con libros, revistas y películas dedicados al tema. La pornografía acompaña la vida sensual y sexual de los gay, moldeando gustos y fantasías, reproduciendo, e incluso induciendo, modelos y estereotipos comportamentales. Genitalización de las relaciones sexuales, eyaculaciones faciales, besos negros, felaciones, utilización de objetos sexuales, intercambio de roles, guiones inter-étnicos, encuentros con muchachos de clases sociales diferentes, son unos de los ingredientes más frecuentes en la producción pornográfica homosexual. Desde un punto de vista formal, las secuencias de una película porno obedecen la mayoría de las veces al mismo esquema: una narratividad mínima suspendida por la exhibición en primer plano de penes en erección cuya finalidad es la eyaculación visible, misma que cierra la secuencia. De hecho, la eyaculación es el elemento que permite pasar de una unidad fílmica a otra. Y esta regla implícita es la que rige también las películas mexicanas que se abordarán a continuación. Pero no se va a tratar deseñalar las similitudes de la reciente producción porno mexicana con la producción internacional, sino de considerar las dos películas elegidas (La putiza (2004) y La verganza (2005)) como textos culturales que juegan de manera intencional con subtextos específicos de la cultura mexicana popular. Me interesa analizar cómo algunos aspectos de la cultura popular (la lucha libre, los mariachis, por ejemplo) se convierten en porno-tropos, es decir en figuras que provocan excitación o placer homoerótico, cómo ejercen una seducción y participan de la producción de un sujeto gay determinado.